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martes, 26 de junio de 2007

Erotismo

Colaboración
En esta ocasión encontrarán un cuento, escrito por Bertha Fréitez, a quien agradezco su colaboración

LOS MAREADOS

(Escrito por Bertha Fréitez)

No soportaba mi trabajo y decidí huir, no soportaba tampoco mi despecho. Quería salir de mi país. Todo fue perfecto, una amiga me llamó para invitarme a Argentina, me dijo que había un paquete, que si íbamos las dos nos saldría más económico. Por supuesto entendí su interés en que yo fuera, sobre todo porque no era mi amiga al decir verdad, sino amiga de mi mamá, lo que no quiere decir que tenga la misma edad que mi mamá, de hecho, era mayor. De todas maneras, que esa llamada coincidiera con el pago de mis vacaciones me parecía una especie de mensaje del Universo que no debía despreciar. Así que acepté. Dos o tres semanas después estábamos en Buenos Aires. Nos recibió un chofer en el Aeropuerto y nos dejó en las puertas del Hotel Nogaró. Me parecía mentira estar allí. Entramos, dejamos nuestro equipaje. Y decidimos bajar a almorzar. Nuestro primer almuerzo de unos diez que traía el paquete.
Antes del viaje me había tomado la tarea de investigar en Internet los sitios que debía conocer de Buenos Aires durante mis siete días de estadía allí: la Plaza de Mayo, Puerto Madero, El Obelisco, La Av. Corrientes, El cementerio donde descansa Evita, La Feria de San Telmo, cantidad de Museos y muchos tantos lugares. Pero en especial, destacaban los sitios que conseguía en Internet, que no podía irme yo de Argentina sin comer carne y sin ver un espectáculo de Tango. La carne estaba descartada por mi condición de vegetariana. Así que tenía más probabilidades para el tango.
Los primeros tres días fueron aburridísimos. Mi compañera de viaje quería recorrerse (y de hecho así lo hicimos) el paseo Florida, para comprarle cuanto regalo se le ocurriera, y soportara la tarjeta de crédito a toda su familia. Desde sus sobrinitos hasta su abuela muerta. Todos los días se repetía la misma rutina. Desayunábamos, subíamos a dejar la comida del día anterior en los baños de la habitación, salíamos del Hotel, y al caminar dos o tres cuadras ya estábamos pisando la calle Florida, donde ella se daría su banquete compulsivo, hasta que retornábamos al hotel y a dormir se ha dicho. Ya al cuarto día, yo veía mi lista con desesperación y angustia. Me quedaban apenas cuatro días para cumplir mi lista turística.
Entonces la noche de ese cuarto día, decidí escaparme de mi prisión obligada. Bajé de la habitación, mientras mi compañera roncaba. Le pregunté al vigilante del hotel a qué sitio podía ir donde pudiera ver un espectáculo de tango. Me recomendó el Café Tortoni. Así que justo en frente al hotel tomé el taxi y en pocos minutos ya estaba yo sentada esperando el comienzo del show. Esa noche se presentaría una cantante llamada la Che che, y alternaría con un par de bailarines de tango. Yo, por razones que aún desconozco, pues había llegado más bien a tiempo justo para el show, logré sentarme en la primera fila de mesitas redondas del café. La Che che comenzó cantando “se dice de mi”, luego “el día que me quieras”.Y luego mientras ella cantaba “Los mareados”, la pareja de bailarines de tango salió en escena. La canción me tocó el corazón. Nunca había escuchado ese tango, para mi sorpresa, desde esa noche me acompañó durante todo mi recorrido turístico, “Esta noche amiga mía, el alcohol nos ha embriagado, que me importa que se rían, que nos llamen los mareados, cada cual tiene su pena, y nosotros, la tenemos, esta noche beberemos porque ya, no volveremos a vernos más”. Cómo no iba a tocarme el corazón, si como dije al principio estaba despechada. Sin embargo poco a poco mi atención empezó a desviarse, y ya no le estaba prestando atención a la sentida letra de la canción, comencé a mirar el baile. Observe los cuerpos de los bailarines, ella, blanca, piernas gruesas, no muy alta, con un vestido rojo, y unos zapatos que alumbraban todo el escenario con sus movimientos. El, alto, su cuerpo absolutamente perfecto. Vestido de negro. Se movía, como es el tango, detrás de ella, la seducía, ella no se dejaba. Le hacía unos ganchos, ella otros a él. Las piernas de ella bailaban hacia arriba, hacia los lados. El sonido del bandoneón se apoderó de mi cuerpo, parecía que en cada estirar del bandoneón era mi cuerpo el que estiraban, y en cada cerrar era un abrazo fuerte que me daban. Los violines en vivo, el piano, el contrabajo. Todos esos sonidos, y aquellas imágenes de pasión se fueron adentrando en mí.
El show seguía, y entonces mi atención se iba reduciendo. Ya no escuchaba los instrumentos, ni veía las piernas de la chica que bailaba, mucho menos a esta altura escuchaba a la Che Che. Ahora sólo mis ojos se enfocaban en él, ese hombre perfecto que seducía a esa mujer, a esa que en ese momento era mi rival. Lo veía abrazarla, acercarse a sus labios sin llegar a tocarla. La manera suave y varonil como deslizaba sus pies empezó a despertar ideas en mi mente. Empecé a imaginarme esquivando sus besos, haciendo cada uno de esos pasos que esa muchacha hermosa se sabía. Sus piernas entrecruzadas me erizaban todo mi cuerpo. Todo, absolutamente todo. Los mozos me servían una y otra cerveza, y yo no podía parar de tomarlas. Era una sensación perfecta. La música, lejana, porque así la escuchaba, lejana, ese muchacho guapo, sensual, bailando prácticamente para mi, y la bebida que me relajaba cada vez más.
El show terminó. Y yo me quedé allí sentada. Como paralizada. La gente salía a felicitar a la che ché, y a la bailarina. Mientras, yo veía como todos se iban y el bailarín se quitaba el saco de su traje. Pude ver mejor su cuerpo. Y cada vez me parecía más perfecto. Músculos definidos, sus nalgas eran redonditas, y se sospechaba en su forma y movimientos una excitante dureza. No podía dejar de observarlo. No podía dejar de desearlo. Su cabeza era redonda también. Sus piernas fuertes. Sus manos fuertes pero delicadas al mismo tiempo. Las pude ver mejor mientras se quitaba el saco. Empecé de inmediato a imaginar sus manos en mi cuerpo. No podía evitarlo.
De pronto, al bajar del escenario. Sus ojos miraron los míos. Si, eran los míos. Voltee hacia atrás para confirmar un seguro equívoco. Pero no, detrás de mi no había nadie más. Eran mis ojos los que él veía. No podía despegar mi vista de la de él. Se acercó a mí. Y sin más me preguntó: ¿De dónde sos? La sola pregunto me derritió. Le contesté con otra pregunta: ¿De donde crees? Me dijo: ¿colombiana? Y le dije: No, venezolana. Ah venezolana. Sos bella, y que hacés por acá, ¿con quien viniste? Sola, le dije. ¿Sola? Pregunto sorprendido. Sí, sola. Y me dijo: ¿y que harás ahora? Y le dije: pues pensaba irme al hotel. ¿Pensabas? ¡Que bueno!
Caminamos por Puerto Madero. Nos detuvimos en una disco, pero no bailamos, aunque yo moría de las ganas de saber cómo se sentía bailar con él. Aunque luego no hubo necesidad. Salimos de ese sitio. Y me dijo que me llevaría a un hermoso lugar. No sé por qué lo hacía. No sé que fuerza superior influye en nuestras decisiones cuando caminamos por el mundo. Sentía una libertad de hacer lo que quisiera, y una aprobación del Universo. Es decir, podía hacerlo. Podía hacer lo que quisiera. Acepté ir con él. Cuando nos subimos al taxi que nos llevaría al hotel el puso su mano sobre mi pierna. Supe que todo pasaría, y lo mejor, supe que lo disfrutaría.
Al llegar al hotel, el hizo las diligencias masculinas necesarias, luego nos paramos frente al ascensor, y mientras esperábamos que llegara, el comenzó a besarme con piquitos, besitos cortitos, pero suaves, muy suaves. Cada parte de mi se despertaba, mis manos, mi centro de placer se despertaba. Sentía como si mi ropa se quisiera salir de mi cuerpo con voluntad propia. Afortunadamente llegó pronto el ascensor, y alcancé a llegar vestida a la habitación.
Entramos, me dio un vaso de agua, me dijo alguna tontería que no recuerdo. Y antes de que yo me diera cuenta lo tenía frente a mí. Ese cuerpo perfecto, alto, definido, esos ojos negros petróleo estaban frente a mí, su nariz perfilada se chocaba con la mía en sus amenazas de besarme. Sus manos se movían rápidamente. Me tocaba por todas partes. Desesperado, como si nuestro tiempo se terminara. Como si todo hubiera que hacerlo ahora, o nunca más poder hacerlo. Su lengua, después de sus labios dulces, tocó mi boca, era dulce también, era roja, como el color del tango. Yo seguía todas sus invitaciones. Aceptaba cada contacto de su cuerpo con el mío. No sabía nada de él. No me importaba saberlo. Sólo sabía en ese momento que me gustaba lo que estaba sintiendo. Sentí en un momento su olor, y tal vez sea eso lo que terminara de embriagarme. Olía a café, a un café dulce, con leche si es posible, lleno de espuma, con mucha azúcar y a la vez muy fuerte. Ese era su olor. Me embriagaba. Respiraba ese olor y me embriagaba, me mareaba. Hasta ahora nos manteníamos de pie. De pronto de un salto me tomó por mis brazos y me alzó colocando mis piernas sobre sus caderas, allí me tuvo, mientras me besaba locamente. Me llevaba a mí, junto a mi cuerpo hacia atrás, mis ojos veían el suelo. Un poco más erguida veía los espejos y mi cuerpo en curva sobre su cuerpo de pie, un poco más erguida veía el techo. Hasta encontrarme recta frente a su cara, frente a sus ojos, frente a su respiración agitada.
Me bajó, se acostó en el sofá de la sala de la habitación y me hizo montarme sobre él. Allí bailé todos los tangos que había escuchado esa noche. Todos, se venían a mi mente. Como si él reprodujera todos esos sonidos, que unidos con su olor se convertían en la mejor de las sensaciones. Todo su cuerpo era dulce, todos sus fluidos también. Lo descubrí una vez me acostó en el suelo, y después de él darme el placer más inesperado, me levantó un poco, dejándome arrodillada, de manera que pudiera yo devolverle el placer que el me había dado. Lo hice, lo hice sentir su placer. Todo el que yo pudiera darle. Movía mi cuerpo en armonía con mi lengua, y mientras lo besaba, lo traía hacia mi con mis labios, mis manos como las de él hacían su trabajo. Recorrían su espalda ancha, me tropezaba con sus lunares con relieve, me recorría su pecho, sus nalgas, como si mis manos fueran más largas. Sentía que podía recorrerlo entero sin tener que desprenderme de mi tarea de halarlo hacia mí con mi boca.
Quería penetrarme, quería escucharme cantar de placer, entonces me levantó, me llevó sobre él, y yo como algo que no podía controlar lo empujé hacia la pared, mientras lo besaba puse contra su pierna izquierda mi zona más placentera, me movía hacia un lado y hacia otro, me daba placer con su pierna, sola me daba placer. El estaba sorprendido, pero la experiencia le gustaba. El quería verme dándome placer sin él. Así que me acosté en el sueño, puse mi mano donde sé que debía ponerla, y moviéndome de arriba hacia abajo me di yo misma todo el placer que tenía guardado. Gemía, cantaba, reía, olvidé todo, el espacio, el tiempo, todo. Se sintió por un momento sacado del juego, entonces se acercó y volteo, entonces volví al presente y recordé que lo tenía a él. Se acostó sobre mi, y mi penetró, una y otra vez. Dimos vueltas y quedé yo sobre él. Una y otra vez de nuevo. Me arrodillé y él detrás de mí, una y otra vez. Gritamos, cantamos, bailamos, sentí la música del tango, su olor a café, su aliento, su suave piel. Terminamos agotamos sobre el piso de ese hotel, terminamos satisfechos, llenos de placer. Mi sonrisa parecía salida de mi cara por reflejo, no podía controlarla, estaba allí, como una máscara. El también estaba como yo. Tendido, rendido, agotado de placer. Ambos terminamos, mareados de placer.

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