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jueves, 3 de mayo de 2007

Serenidad




Hace apenas unos días que tuve la oportunidad de pasar por una plaza que desde hace unos meses me parecía muy sombría, con su iglesia antigua y yo no sé que historias grandiosas y terribles de otros tiempos.

Me pesaba pensar en el pasado que seguramente vivieron los indígenas a manos de evangelizadores en ese mismo lugar, hasta que por el amor, o todo lo contrario, adoptaran al nuevo Dios que les llegó desde otro continente.

Sin embargo, uno no se puede rebelar contra de la historia, a menos que sea en alas del futuro y el mestizaje es un sello distintivo de esta nación, precisamente, labrado con pasados gloriosos y terribles.

Así que a pesar de los frondosos árboles y las bancas del parque... la realidad es que no me gustaba permanecer en el parque de Itzimná.

Pero aquel día, una diligencia me hizo esperar en los alrededores y atravesar el parque dos veces. Y las palomas me hicieron recordar varias cosas.

En ocasiones me preguntaba porqué la obsesión de la gente grande por alimentar a los pájaros.

Fue de Don Federico a quien acompañaba todas las tardes en sus paseos diarios a Coyoacán con su nietecito de apenas dos años, a comer helado, alimentar a las palomas y preguntarle por todo lo que en esos recorridos a pie era nuevo para mí... esos edificios con historia, las cosas que vendían en el mercado, las artesanías y muchas cosas más.

Eso duró muy poco, pero él siempre se encargaba de llevar una bolsa de migajas de pan para las palomas; cuando iba yo en ocasiones las dádivas de la casa aumentaban para los bípedos alados. En este caso eran palomas muy bellas y de muchos colores.

Me gustaba el canturreo como susurro que emiten y los colores tornasol que se les observa al sol en el cuello.
Y me daba mucha risa ver como los tórtolos perseguían a las palomitas una y otra vez.

Las palomas comían de la mano de Don Fede... pero de la mía no... o es que la memoria después de 25 años me falla un poco...

Años después veía a Doña Lola en Tlalnepantla, juntar los migajones del bolillo y después desmenuzarlos concienzudamente o como actividad de distracción, para poner siempre una latita de agua y las moronitas amorosamente trabajadas sobre un vestigio de un árbol que antes había a la entrada de su casa.

Se molestaba si tiraban el migajón o lo buscaba como quien reclama lo propio... lo cierto es que todos ya lo sabíamos y lo separábamos para tal fin.

Era una abuelita a quien había que obedecer sin duda y en el momento... pero sobre todo, porque era imposible no quererla. Una verdadera matriarca aún a principios del siglo XXI... sin duda una de las mujeres más amorosas que he conocido.

Al festín diario asistían todo tipo de pájaros, sin distinción de tamaño, edad o apariencia; desde pajaritos cafés de pecho blanco, tordos y cualquier viajero perdido que anduviera por ahí; ya que en la ciudad de México es común que algún pajarillo que se haya escapado de alguna jaula, ande por ahí sin saber cómo conseguir alimento.

Y la verdad es que hace unos años, no comprendía porqué es que particularmente las personas de edad se entregan a esas tareas, con un compromiso incomprensiblemente férreo... con una especie de amor o cariño por estos seres alados, que a fuerza de ver a diario, en ocasiones nos son indiferentes.

No lo sé, tal vez con la edad llegue cierta serenidad. De esa que permite ver las cosas con mayor claridad.

Hay una frase que recordaba y la verdad es que tuve que buscarla hoy en internet y enterarme que estaba en el evangelio según Mateo: “Miren los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo los alimenta”

Me gusta pensar que con esa serenidad que llega con los años, los ancianos comprenden que se puede ser parte perfecta de un todo en este mundo y en las ciudades, pues no lo sé de cierto, tal vez si sea un poco complicado para los pájaros, pero siempre hay gente que les socorre... porque la verdad es que no tendrían ninguna necesidad, pero supongo que cierto amor o compasión se mueve dentro de ellos.

Ese día dejé a un lado los presentimientos de tiempos que no nos pertenecen, por los que prefería no andar por la plaza de Itzimná. Al salir de la cafetería donde esperamos recordé las palomas y conseguimos un panecillo.

Nos dimos el tiempo de compartirlo con las palomas; quienes muy solícitas y acostumbradas a la gente se acercan demasiado y una de ellas... flaquita y con el piquito chueco, come de la mano de quien se acerque con las migajitas de pan.

Ahí también había un señor enseñándole a sus hijos a darles de comer a las palomas con una bolsita de arroz.

En el otro extremo, casi al salir del parque, una señora, de más de 50 años, llegó en un coche y como en una entrega de espionaje, vació repentinamente una bolsa grande con un trozo de pan y un sin fin de moronitas que delataban ese mismo trabajo laborioso de hacer moronitas para las palomas, que años atrás observé en Don Fede y Doña Lola. Acto seguido, la apresurada mujer regresó a su coche y partió.

En fin, que en mi caso, la serenidad que tuve que encontrar por la espera involuntaria en los alrededores del parque me trajeron sin duda buenos recuerdos y nuevos ratos alegres. Con ese agradable recordatorio de que lo que en un principio puede no parecernos lo ideal, es posible que traiga cosas muy buenas en su haber.


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la foto se puede encontrar en la galería fotográfica del ayuntamiento de Mérida, así como las imágenes de diversos sitios representativos del Estado de Yucatán.
http://www.merida.gob.mx/Ayunta2004/turismo/SitioFinal/Galeria/con-galeria.htm

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